Diana Sanus

Alcoy (Alicante), 1972

Me obsesiona contar historias. Historias de la gente. Historias de la vida. No concibo la fotografía sin personas delante de mi cámara.

W.Eugene Smith y Bruce Davidson me enseñaron que una vida no cabe en una foto. Y que tienes que implicarte y prepararte. Una buena historia no merece menos.

La calle es mi espacio. Mi universo. Allí hago fotos sin necesidad de un objetivo. Allí encuentro mi pasión cuando la busco. La calle se mueve con cada rostro, con cada abrazo, con un gesto. La calle evoluciona, y yo con ella.

MARISA, 2018

(Curso práctico de Proyectos Fotográficos)

Era una tarde soleada, como es habitual en el julio alicantino. Paseando cerca del puerto, observé que una mujer se sentaba en un banco, a la sombra de los árboles, para refugiarse del sofocante calor. La mujer llevaba varias bolsas, que depositó delante de ella. Sacó una botella de vino barato y pegó varios tragos. A continuación, vi que extraía un bulto de la mochila. Al fijarme, me di cuenta de que se trataba de un peluche.

Lo que hizo después me conmovió y fue el origen de este trabajo.

Aquella mujer desconocida, sola, y de expresión triste, abrazó con fuerza el peluche y cerró los ojos. Durante unos minutos, su expresión y su cuerpo se relajaron y pareció dormirse apaciblemente. En ese instante, emocionada por aquella muestra de ternura, hice una foto (1).

Unos días más tarde, decidí volver al mismo lugar, hablar con esa mujer, y conocer la historia tras ese tierno gesto. Su historia.

Se llamaba Marisa. Sus apellidos ni me los dijo ni me importaban. Era una mujer que vivía en la calle y dormía en el cajero de un banco. Pero no era una mujer desesperada o sin esperanza. Al contrario, durante toda la conversación mostró una actitud positiva, ánimo de espíritu. Su vida era dura, pero no se quejaba (2).

Unos meses atrás, su marido había muerto y ella se quedó sola. Sola en la calle. La calle que es su mundo. Hablando de aquello, se veía la tristeza en sus ojos, pero Marisa me dejó claro que no quería renunciar a la vida. La vida sigue y ella es una luchadora.

Cada pocos minutos, bebía cerveza de una botella que tenía siempre a mano. (3) Y resultaba obvio, dada la forma que tenía de expresarse, que no era la primera del día. Para ella, beber alcohol se había convertido en una necesidad. ¿Para olvidar?  ¿Para sentirse mejor? Posiblemente ni ella lo sepa y, tal vez, ni le importe.

No era mucho lo que tenía. Pero miraba sus pocas pertenencias con orgullo. (4) Feliz de tener aquellos objetos, de poder decir que eran suyos. Su gorra, su mochila, su sombrero, su ropa, algunos juguetes… Todo era valioso. Todo era importante.

Mientras hablábamos, se acercó un chico de veintitantos años a saludarla. Aquel muchacho fue quien le regaló el peluche que tan amorosamente abrazaba Marisa. Lo había encontrado abandonado y, en cuanto lo vio, pensó en que le haría compañía a Marisa. “Los que vivimos en la calle tenemos que ayudarnos entre nosotros”. (5)

Según me contó, Marisa tenía cuatro hijos, aunque era incapaz de decir dónde se encontraban. Con los servicios sociales, con familiares… Se contradecía y no quedaba clara la verdad. Lo único claro era que los echaba de menos. Mucho. Incluso, algunos días, al levantarse, le parecía que aún vivían con ella. Hablaba al vacío como si estuvieran a su lado, para decirles que se levantaran para ir al colegio. (6)

El peluche de Marisa, su amigo, su compañero, la reconfortaba porque, a través de él, viajaba a otro mundo. Un mundo donde aún tenía una familia. Un mundo que ya solo existía en sus sueños. (7)